«SIEMPRE PODRÁS CONTAR CONMIGO»
El
 7 de diciembre de 1988, a las 11:41 de la mañana, el país de Armenia 
fue sacudido por dos terribles terremotos. En el espacio de cuatro 
minutos dejaron un saldo de más de veinticinco mil muertos. Por lo menos
 diecisiete mil de los que perecieron eran niños y adolescentes que se 
encontraban en la escuela.
En medio de la devastación y del 
caos, un hombre corrió a la escuela donde estudiaba su hijo, pero la 
encontró derrumbada. En eso recordó la promesa que le había hecho a su 
hijo: «¡Pase lo que pase, siempre podrás contar conmigo!», e hizo un 
gran esfuerzo por contener las lágrimas porque tenía que armarse de 
valor.
Se apresuró hacia la parte del edificio en que se 
encontraba el aula del niño, donde lo dejaba cada mañana que lo llevaba a
 la escuela, y allí comenzó a cavar desesperadamente entre los 
escombros. Mientras cavaba, iban llegando padres angustiados que 
gritaban:
—¡Ay, mi hijo, mi hija!
Y se deshacían en llanto.
El capitán de los bomberos le advirtió:
—Con
 las explosiones y los incendios que se están dando por todas partes, 
está usted corriendo peligro. Deje que nosotros nos encarguemos de esto.
Pero
 aquel padre no le hizo caso, sino que volvió a la tarea de cavar en 
busca de su hijo, quitando una piedra tras otra. Cavó ocho horas... 
doce... veinticuatro... y finalmente, después de treinta y ocho horas de
 arduo trabajo, levantó un bloque de concreto y oyó la voz de su hijo.
—¡Armando! —gritó el padre.
—¿Papá?
 ¡Estoy aquí, papá! Yo les dije a los otros niños que no se preocuparan,
 que si tú estabas vivo, me rescatarías a mí y ellos se salvarían 
también. Porque tú me prometiste: «¡Pase lo que pase, siempre podrás 
contar conmigo!» ¡Y lo cumpliste, papá!
—¿Cómo están, Armando?
—Aquí
 estamos catorce de los treinta y tres que había en mi clase, papá. 
Tenemos miedo, hambre y sed. Pero ante todo, nos alegramos de que nos 
encontraste. Cuando se derrumbó el edificio, se formó como un triángulo 
alrededor de nosotros, y eso nos salvó.
—¡Ya puedes salir, hijo!
—No, papá. Que salgan los otros primero. ¡Pase lo que pase, yo sé que siempre podré contar contigo!1
Eso
 mismo sentimos los que tenemos a Dios por nuestro Padre celestial. Así 
como lo expresó el salmista David, también nosotros podemos decir: «El 
Señor es mi roca, mi amparo, mi libertador; / es mi Dios, el peñasco en 
que me refugio. / Es mi escudo, el poder que me salva, / ¡mi más alto 
escondite!... / La tierra tembló, se estremeció; / se sacudieron los 
cimientos de los montes.... / Extendiendo su mano desde lo alto, / tomó 
la mía y me sacó... a un amplio espacio; / me libró porque se agradó de 
mí.... / la palabra del Señor es intachable. / Escudo es Dios a los que 
en él se refugian.... / ¡Cuánto te amo, Señor, fuerza mía!»2